Cuando dos manos se entrelazan, el mundo deja de ser mío y pasa a ser nuestro.
Cuando el mundo es nuestro y hago un chiste, lo mejor es tu carcajada uniéndose a la mía.
¿No sería aburridísimo, deprimente, vacío un mundo en el cual todas las luces y todas las oscuridades fueran percibidas como iguales, donde lo que yo sintiera y lo que vos sintieras fuera tan idéntico que no necesitáramos contarlo?
Yo sé que el pico de una paloma tomando un grano de maíz de la palma de mi mano produce un ¡pic! y una emoción. Tal vez vos no lo sepas.
Yo sé del frío que habita los ojos de mármol de una estatua.
Sé de tibiezas y de temblores, sé de lágrimas resbalando despacio por las pestañas y de astillas separándose de las maderas.
Yo sé si estás lejos o no. Sé si puedo pedirte un abrazo. Y si no tengo ganas de acercarme, sé mantener la distancia. Vos a veces sabés y otras veces, no.
Y, sí, tenés razón, algunos días yo tampoco sé.
Algunos días me levanto con una rabia loca y no sé nada.
Lo que puedo decirte sin miedo a equivocarme es que cuando pensás que un mundo chiquito es lo mejor para ir creciendo, te equivocás. Hay que vivir en grande desde el principio.
Hace ochenta años que existe una escuela donde se vive en grande.
Una escuela en la cual, al estrechar tu mano, agrandan tu mundo y lo transforman; lo hacen más profundo, más intenso. Esa escuela se llama Santa Cecilia y nada es igual después de conocerla. Te lo aseguro. Lo viví y lo sé muy bien. Lo sé muy pero muy bien.
La transformación es para siempre.
Vivir en grande
Paula Bombara